La torrija ha muerto, viva la torrija con pistacho con polvo de oro y lágrimas de unicornio

Me va a encontrar con un cartón de leche entera, una rama de canela y un sartenazo de realidad

patri sola
Gastrónoma y bromatóloga
24 de Abril de 2025
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Las torrijas, un mundo de creatividad y exuberancia
Las torrijas, un mundo de creatividad y exuberancia

¿Recuerdan las torrijas de toda la vida? Sí, esas rebanadas de pan asentado, remojadas con mimo en leche o vino, pasadas por huevo y luego fritas hasta rozar la gloria dorada. Con su toque de canela, su baño de azúcar, y ese aroma a casa de abuela donde el tiempo se detenía y las arterias también. Las torrijas tradicionales no necesitaban marketing, ni hashtags, ni toppings. Eran humildes, sí, pero también un puñetazo de nostalgia y sencillez bien entendida.

Claro, había variantes: en algunas casas las rebozaban con más azúcar que una reunión de community managers, en otras les daban un toque de miel que podía rivalizar con el desayuno de Winnie the Pooh. En Castilla las hacían con vino, en Andalucía con leche infusionada, en el norte incluso se atrevían con un chorrito de anís (¡osados!). Pero seguían siendo torrijas. Torrijas con dignidad. Torrijas con sentido.

Ahora bien, vayamos a lo jugoso del asunto: ¿desde cuándo la Semana Santa se convirtió en la Fashion Week de la repostería de aprovechamiento? Porque sí, queridas lectoras y lectores, la torrija nació como comida de pobres. Se inventó para no tirar el pan duro y alimentar a las parturientas y nodrizas. Sí, como lo oyen. La torrija no tiene nada que ver con la religión, ni con las cofradías, ni con Jesucristo. Tiene más que ver con las amas de casa del siglo XV y su lucha contra el desperdicio alimentario que con la resurrección.

Pero hemos llegado a 2025 y hemos perdido completamente el norte. Este año me he empachado de torrijas sin probar ni una. Porque no hace falta abrir la boca, basta con abrir Instagram. Me he tragado torrijas visuales hasta en los stories de la vecina que no sabe ni hervir agua. Torrijas con crema de pistacho, con Lottus Biscoff, con dulce de leche argentino, con espuma de yuzu, con lágrimas de dragón vegano recolectadas en luna llena. Torrijas rellenas, glaseadas, en versión sushi, en forma de helado, de cupcake, de piruleta...

Y claro, los chefs influencers no se iban a quedar atrás. Que si ‘torrija caramelizada al vacío con reducción de arce y crujiente de kikos’. Que si ‘torrija líquida en sifón con aire de frambuesa salvaje’. Que si ‘reinterpretación de la torrija en cinco texturas con crema inglesa de té matcha y arena de almendra amarga’. ¿Estamos bien? ¿Nos abrazamos? ¿Llamamos a alguien?

Una mención especial merece el ‘torriburger’: torrija a modo de panecillo, con helado en el centro y bacon por encima. Sí, bacon. Porque claro, ¿quién no ha soñado con comerse una torrija en formato Big Mac? Seguro que Santa Teresa se está revolviendo en su tumba, no por mística, sino porque no le pusieron suficiente sirope de arce.

Y no, no he terminado. También he visto torrijas de chocolate blanco con topping de fresa liofilizada. Torrijas veganas de pan de quinoa y bebida de avena fermentada. Torrijas keto con harina de almendra y edulcorante de mono. Torrijas sin gluten, sin lactosa, sin alma. Torrijas tan saludables que lo único que engordan es tu tristeza.

¿Y los supermercados? Bien, gracias. Han sacado líneas completas de ‘torrijas premium’ con packaging digno de joyería fina. Torrijas en bandeja gourmet a casi seis pavazos la unidad. Torrijas que, si te las comes, no sabes si estás merendando o hipotecándote. Y aún así, ahí están, con su topping de crema de avellana importada de un monasterio tibetano.

He llegado a un punto de saturación mental. Lo juro. Estoy traumatizada. Veo una barra de pan y empiezo a sudar canela. He llegado a oler leche infusionada y me ha dado un ataque de ansiedad. Me despierto de madrugada y oigo susurros: ‘torrija... de pistacho... con Nutella... y crujiente de Oreo…’

Querida humanidad: hemos tocado fondo. Hemos hecho con la torrija lo mismo que con todo lo que amamos: lo hemos convertido en un espectáculo. Lo hemos desnaturalizado, convertido en meme repostero. Ya no es un postre, es una performance, un contenido, un feed bonito, un reel con musiquita de fondo.

Y no me malinterpreten. No estoy en contra de la innovación culinaria. Me parece bien que se investigue, que se mezcle, que se juegue. Pero esto ya no es innovación, es una orgía azucarada sin freno ni piedad. Una competición para ver quién le hace la guarrada más gorda a un trozo de pan. Es como si quisiéramos hacerle un makeover a nuestra abuela y le pusiéramos peluca rosa, eyeliner neón y le diéramos un podcast.

Así que no me extrañaría nada que la semana que viene aparezca una nueva propuesta: ‘Torrija arcoíris de unicornio con topping de glitter comestible y esencia de nube’. Y habrá cola para probarla. Y saldrá en TikTok. Y alguien dirá que ‘redefine el concepto de torrija desde una perspectiva transensorial deconstructiva’. Y yo me iré a llorar en silencio a una panadería de barrio.

Porque lo que más duele de todo esto no es que estén pervirtiendo una receta. Es que nos lo estamos tragando. Que nos creemos innovadores cuando en realidad somos víctimas de una moda absurda que lo fagocita todo. Que no sabemos si comemos o posamos. Que hemos perdido el gusto, el criterio y, lo peor de todo, el hambre real.

Así que sí: la torrija ha muerto. Viva la torrija gourmet, conceptual, ‘instagrameable’.

Yo, por mi parte, me quedo con las de mi madre. Las que al meterlas en la boca, automáticamente tomabas aire y cerrabas los ojos. Las que escaldaban la lengua y daban más gusto que un trending topic. Las que no necesitaban un filtro de Valencia para brillar.

Y si alguien quiere venderme una torrija de unicornio, que lo intente. Pero que sepa que me va a encontrar con un cartón de leche entera, una rama de canela y un sartenazo de realidad.

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