Hoy me toca quejarme de mí. Sí, de mí. De mi incapacidad para tomar una decisión que, en teoría, debería ser fácil. Estoy atrapada en una duda existencial que ni Kierkegaard con resaca: ¿qué demonios pienso de los vinos sin alcohol?
No me malinterpreten, no tengo nada en contra de vivir sano. Pero es que este mundo de lo “cero” se me está yendo de las manos. Cero azúcar, cero cafeína, cero lactosa, cero gluten, cero alcohol… y, por supuesto, cero ganas de vivir. Porque eso es lo que te queda cuando todo lo placentero está censurado y sustituido por sucedáneos tristes que, en el mejor de los casos, saben a castigo divino.
Y entre todos estos productos de laboratorio diseñados para satisfacer a un algoritmo nutricional o al community manager del Ministerio de Sanidad, aparecen los vinos desalcoholizados. ¡Bravo! Lo que faltaba. Si ya sobrevivimos al tofu haciéndose pasar por chistorra y al calabacín disfrazado de espagueti, ahora llega la nueva estrella del escaparate: el vino que ya no es vino, pero que te mira a los ojos desde la estantería del súper con una etiqueta que grita “soy como el otro, pero sin el alma”.
Claro, me dirán que es una solución. Una alternativa. Una evolución. Y sí, es la solución perfecta si lo que buscas es dejar de disfrutar bebiendo sin que se note que lo estás intentando.
Porque en este presente donde Europa legisla a golpe de histeria y decreto, no podía faltar la cruzada contra el alcohol. No importa que aquí abajo, en el sur, tengamos una relación social, festiva y moderadamente fermentada con el vino. No. Hay que igualarnos con los países del norte. Esos donde beben destilados como si fueran supositorios de felicidad líquida, en soledad o con la única compañía de un peluche heredado de la infancia.
Allí, en el norte frío y oscuro, el alcohol muchas veces sustituye al psicólogo (y esto no me lo han contado, que lo he podido constatar y ver con mis propios ojos). Aquí, en cambio, lo compartimos, lo conversamos, lo maridamos con risas, tapas y la vida misma. Pero claro, los números globales no entienden de cultura. Y como en esas estadísticas ellos salen peor parados, pues nos cae el castigo a todos. Porque si algo le gusta a Europa es un buen castigo colectivo con forma de directiva.
¿Y qué hacen entonces las bodegas, pobres pecadoras del siglo XXI? Pues resistir como pueden. Entre campañas censuradas, límites de alcoholemia que te convierten en criminal por brindar y tasas que hacen que vender vino sea casi un acto revolucionario. Y ante tanta presión, ¡tachán! llega la respuesta: vino sin alcohol. El vino bueno, bonito y obediente.
Ventajas tiene, claro. Puedes beberlo y conducir sin miedo a que el test de alcoholemia te mire mal o lo fundas de un soplido. Puedes beberlo en el trabajo sin que Recursos Humanos te cite para una charla. Puedes incluso presumir de estilo de vida “healthy” en Instagram, copa en mano, sin que el algoritmo te castigue como si vendieras droga. Y no hay resaca. Eso es cierto. Porque para tener resaca hay que haber bebido algo con alcohol.
Pero amigos, esto no es vino. Es una bebida que fue vino, como ese actor de telenovela que ahora presenta concursos: fue algo en el pasado, pero ya no queda ni rastro. El alcohol no está ahí, y con él se fueron aromas, cuerpo, textura, alma. Porque sí, el alcohol en el vino no es solo emborracharse, es estructura, es persistencia, es emoción. Sin él, lo que queda es una bebida que... bueno, no ofende, pero tampoco emociona.
Y cuesta acostumbrarse. Mucho. Porque cuando levantas la copa, tu cerebro espera algo. Algo que no llega. Como cuando das un sorbo al café y resulta que es descafeinado: no sabe mal, pero no era lo que tu cuerpo ansiaba.
Ahora, no me malinterpreten (otra vez). No estoy en absoluto en contra de estos productos per se. La Unión Europea me libre. De hecho, me parece fabuloso que existan opciones. Que alguien que no puede o no quiere beber alcohol tenga una alternativa. Que podamos brindar sin miedo, en más situaciones. Que haya innovación. Pero llamémoslo de otra forma, por favor. No sigamos estirando las palabras hasta que se rompan.
Llamar vino a lo que ya no lo es es como decir que un filete de soja es solomillo. Podemos jugar a la imitación, al disfraz, pero el paladar no miente. Y por mucho que la etiqueta lo grite, el vino sin alcohol es como un chorizo vegano: el chorizo ni está, ni se le espera.
¿Entonces estoy a favor o en contra? Ah, pues no lo sé. Y esa es mi queja. Estoy en un limbo. En ese pantanoso terreno de los grises en el que no puedo decidir si celebrar el progreso o llorar la pérdida. Porque estos vinos representan algo más profundo: el mundo que estamos construyendo. Un mundo más higiénico, sí. Más seguro, quizá. Pero también más aséptico, más triste y mucho más aburrido.
Nos estamos convirtiendo en consumidores perfectos de productos sin alma. En entusiastas de lo neutro. En amantes de lo políticamente correcto, hasta en lo que bebemos. Y claro, en ese contexto, el vino sin alcohol tiene su sitio. Solo que no tengo aun claro si quiero sentarme en esa mesa.
Así que aquí estoy, entre la risa y el llanto, brindando con un líquido que no me emborracha, no me emociona y no me deja decidir. Ni a favor, ni en contra. En ese punto en el que ni Baco sabría qué hacer.
Pero eso sí: si algún día inventan un Somontano “cero” que me haga olvidar que lo es… me callo y me lo bebo. Mientras tanto, brindaré con dudas. Que eso, al menos, sigue siendo gratis.