La gota malaya, la tortura que amenaza

25 de Abril de 2023
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Jeremy Blasco, hoy uno de los ejecutores de la gota malaya
Jeremy Blasco, hoy uno de los ejecutores de la gota malaya

Idear torturas denota la imaginación sin límites de muchos literatos. Algunas son extremadamente crueles, y en estas me acuerdo del vaciado de ojos en la Fingida Corrupción de mi amiga Carmina Martínez. O la psicológica de la fascinante Suzette del Lejos de Luisiana de Luz Gabás. Las maldades de Ruiz Zafón en la comisaría de Vía Laietana en su tetralogía de La Sombra del Viento. O las horribles ejecuciones en La Cena Secreta de Javier Sierra. La brutalidad contra las mujeres de "Si tuvieras que elegir" de Leonor Lalanne ofrece un abanico sugerente.

Es obvio que el fútbol tiene el grado de estridencia que uno quiera elegir, pero ese "es lo que tenemos y así va a ser final" constituye un aviso a navegantes del Cuco Ziganda. Tenemos 47 puntos y quedan tres hasta 50, y la pinta es de que vamos a ir como John Rambo, día a día, o como Simeone, partido a partido. Algún día caerá uno, otros no. Es la gota malaya, ese método de tormento que coloca a la víctima boca arriba mientras, cada cinco minutos, cae una gota de agua. El efecto físico no es tan inquietante como la desesperación de no poder dormir, de no poder beber, día tras día, hasta que un infarto de miocardio acaba, tras las jornadas que permite la capacidad de sufrimiento de cada uno, con la vida.

Esta temporada estamos sometidos a este suplicio, en algunos momentos con la esperanza de que alguien llegara para salvar a los aficionados de la fatalidad, en otros en medio de una desesperación terrible. Pero no hay héroes que nos saquen de esta pesadilla. En realidad, en la habitación solitaria en la que cada uno vivimos nuestra afición, no irrumpe ningún titán. En el techo, vemos las imágenes, en la que no aparece la plaga de lesionados -esto es un virus contagioso-, en la que constatamos el compromiso feble de los futbolistas fuera de El Alcoraz (la demostración del carácter ventajista de muchos de ellos, esto no es casualidad), el tedio como modo de vida, el laberinto rígido de un técnico que no sabe encontrar la sala donde padece el seguidor torturado para salvarlo, la incapacidad de respuesta de quienes han gestado este proyecto.

Dirán que es exagerado. Y quizás lo sea. Pero particularmente noto en mi frente la gota. No es cada cinco minutos. Es de partido en partido. Jornada tras jornada. Y el público, cada vez menor en número (que miren los tornos de El Alcoraz que las cuentas de asistencia no salen), constata que, aunque grita, el torturador no escucha. Pero el clamor, haberlo, haylo. Líbrenos Dios de un letal desenlace. O, en su nombre, San Jorge, que no merecía esta noche tan desvaída tropa. Y que vistieran su cruz. ¡Qué cruz!

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