Ha tenido algo especial el gol de Juan Carlos. La propia respuesta del Cuco Ziganda lo demuestra. Hierático como es, al técnico del Huesca se le alumbran los ojos cuando se le pregunta por esa obra de arte coral que termina con la definición del solista Real: "Nos da mucho y este gol es importantísimo". Nos desvela el Cuco, contra cierta corriente generalizada de que el gallego es de los que no se sabe si va o viene pero en cualquier caso con esacasa motivación, que es un modelo en la plantilla, que se entrega, que se vuelca, que se ofrece y que es pegamento de voluntades.
Sobre Juan Carlos Real pesa una imagen. Y está muy bien que, temporadas después de su llegada a la ciudad, un entrenador ponga en valor algunas de sus virtudes que casi nadie colocaríamos en su hoja de servicios. No lo haríamos por generalización. Y porque no observamos. Muchos futbolistas en la historia han debido competir contra el estigma de un prejuicio. Los sambenitos, ese escapulario perpetuo que antaño imponía la Inquisición y hogaño aplica la masa justiciera. Recuerdo algunos. Julio Salinas y su presunta lentitud, pese a que se desmarcaba como un galgo. Vicente del Bosque y su parsimonia, a la que el entonces jugador y luego campeón del mundo como seleccionador respondía que lo que tiene que correr es el balón, no las piernas. Y él, doy fe, lo movía que era un primor. O Andoni Goikoetxea, reconocido en un Mundial como uno de los más deportivos pese a su fama de "carnicero" tras las lesiones de Schuster y Maradona (que no digo yo, oigan, que no fueron un tanto brutitas, al estilo de las hachas de los juegos tradicionales vascos).
Juan Carlos es de esa estirpe, como Calimero, de los incomprendidos. Falta de memoria. ¿Nadie recuerda su forma de desbordar ante el Villarreal en el estreno de la segunda temporada en Segunda División? ¿Nadie percibe la agilidad de sus movimientos con el esférico adosado a su pie? No, no es de los futbolistas histriónicos, de esos que hacen muchos aspavientos para que una parte del público, quizás la menos reflexiva, rompa a jalearles.
Sin ir más lejos, en un contraataque de este Huesca-Málaga el runrún se escucha cuando Juan Carlos coge el cuero y, con sutileza, lo reconduce en esa habilidad para esconderlo hacia el inicio de una combinación más eficaz. Parte del respetable demandaba que hubiera tirado hacia arriba desde treinta y cinco metros, sin nadie delante. Unos minutos antes, a Dani Escriche se le había recrminado que tirara hacia arriba sin apoyo y rodeado de romanos. El fútbol es así. Cuando Juan Carlos marca, enloquece la grada, pero la imagen es inefable: Dani Escriche, Pablo Tomeo, Andrei Ratiu, Marc Mateu... Todos volcados con el gallego. Como en cualquier gol... O no. Tiremos de galleguismo.
Tras la victoria, Juan Carlos Real acude a atender a la televisión. El héroe de cada jornada, habitualmente goleador, pasa ante las cámaras. Y ahí le hacen las preguntas de rigor. Incluso a veces alguna original. No es fácil. Se han pronunciado todas las interrogantes posibles en ciento y pico años de historia balompédica. Responde educadamente. Acaba y se dirige por una ducha tonificante después de su gol vitamínico.
Abre la puerta, silencio y, como en los cumpleaños, ¡sorpresa! Todo el vestuario prorrumpe en una larga ovación, emocionante, incluso sobrecogedora. Una expresión de compañerismo. Seguramente, de justicia. No es un pago por el espléndido tanto. Como escribió Flaubert, un corazón es una riqueza que no se vende ni se compra, pero que se regala. Y los corazones palpitan en esas cuatro paredes que son la mansión de las intimidades de los futbolistas. Se corresponde a quien da y Juan Carlos, ya lo dice después Ziganda, entrega mucho. Como una madre en aquellas Medallas del Amor: dar mucho sin pedir nada. Supongo al gallego ejercitando el lagrimal. Moviéndose, ahora sí, sin saber si viene o si va, porque en su cabeza y su corazón se sucede un torbellino de sensaciones. Ha habido en pretemporada muchas dudas sobre su continuidad. Y esperemos que este detalle, este gesto colectivo, sea la respuesta, la rúbrica de un contrato. Se queda. En toda su amplitud.