Confesión pública: yo también he caído. He fotografiado mi avocado toast como si fuera el Santo Grial del desayuno, he publicado en Instagram un açai bowl con más colores que la bandera del Orgullo y he pronunciado ‘eggs benedictine’ con ese tonito pedante de quien cree estar en Manhattan, cuando en realidad está en la esquina de la Plaza del Pueblo, al lado del kiosco.
No me arrepiento. Pero me preocupa. Porque parece que, de repente, desayunar o almorzar lo que hemos comido toda la vida en los pueblos es un acto de rebeldía vintage.
La dictadura del aguacate
No sé en qué momento la tostada con aguacate se convirtió en el nuevo dogma alimenticio. Es como si las abuelas hubieran dejado de existir y hubieran sido sustituidas por influencers nutricionales. Antes, un desayuno de pueblo llevaba magdalenas caseras, españoletas o ese bizcocho que olía a horno y no a ‘alimento libre de gluten, de lactosa y de ganas de vivir’. Pero ahora la consigna es clara: aguacate. Y si no hay, pues hummus. Y si no, lloras, porque tu feed no tendrá la foto minimalista de rigor.
¿De verdad nos hemos vuelto tan predecibles? ¿Tanto miedo tenemos a que alguien nos vea untando mantequilla en pan de hogaza? ¿Qué fue de mojar la magdalena en el café con leche hasta que se rompe y rescatarla del fondo con la cuchara, asumiendo el drama con dignidad? Eso no da likes, pero da años de vida.
El culto al "açai bowl"
Ah, el açai bowl. Esa especie de papilla morada que se vende como el desayuno de los dioses amazónicos y que, misteriosamente, sabe a helado de yogur con toppings de precio obsceno. No niego que esté bueno. Pero hay que admitirlo: tiene más pinta de postre de spa que de desayuno para afrontar una jornada de vendimia o de poda en pleno invierno.
Mientras tanto, nuestras tortas de sartén, fritas con el arte de quién sabe cuándo darles la vuelta para que no se llenen de aceite, languidecen en el recuerdo. Nadie les pone semillas de chía encima, ni coco rallado, ni miel ecológica de flores raras. Son simples, contundentes y felices. Pero claro, eso no se puede vender a 9,50 euros en un local con neones que digan ‘Good Vibes Only’.
Los huevos benedictinos y su ego
Aquí llegamos al epítome del postureo culinario: los huevos benedictinos. No son huevos con jamón, no. Son ‘benedictinos’. Van coronados con una salsa que exige el pulso quirúrgico de un chef y reposan sobre muffins ingleses como si acabaran de heredar la Casa de Alba.
No niego que estén ricos, pero ¿no echamos de menos unos huevos fritos con magras? Esa yema chorreando sobre el pan mientras se escucha la radio del bar y se comenta el tiempo. ¿O unos huevos con callos que te recuerdan que el colesterol es un concepto urbano? ¿Por qué hemos dejado que los huevos se vuelvan tan estirados? Antes eran humildes, populares, campechanos.
El almuerzo de pueblo: ese patrimonio olvidado
El brunch dice que es la unión entre desayuno y comida, pero en realidad es el secuestro de ambas cosas. Y, mientras tanto, el almuerzo de toda la vida agoniza en la cuneta.
Pensemos en ello: una buena panceta a la brasa a las once de la mañana, cuando el cuerpo pide energía y el alma pide grasa. Pan de hogaza, vino (sí, vino, que nadie se muere por un chato), y conversación de barra. Eso es felicidad pura. Eso es identidad gastronómica. Y eso es justo lo que estamos cambiando por un café de filtro con leche de almendra y pan sin gluten.
La nostalgia sabe mejor que el marketing
No digo que el brunch sea el enemigo. Que cada uno se meta entre pecho y espalda lo que quiera. Pero no olvidemos que la innovación sin memoria se vuelve caricatura. Que está muy bien pedir smoothies de kale, pero no a costa de olvidar que en cada pueblo hay un horno que sigue sacando bizcochos que huelen a infancia.
Nuestros dulces tradicionales no necesitan marketing, solo hambre y cariño. Las magdalenas no saben deletrear ‘gluten free’ pero saben a horno encendido al amanecer. Las españoletas no caben en tarros de cristal para fotos de Pinterest, pero caben en las meriendas de generaciones y generaciones.
¿Por qué hemos convertido lo cotidiano en exótico?
Lo peor es que estamos tan hipnotizados por la estética del brunch que lo hemos convertido en símbolo de estatus. Como si desayunar fuera una declaración política. ¿En qué momento nos dio miedo decir: ‘Pues yo hoy me he comido un bizcocho casero y estaba de muerte’?
No es una guerra. No hace falta elegir bando. Pero tampoco podemos seguir fingiendo que un plato de frutas con semillas es un acto revolucionario, mientras ignoramos que los pueblos llevan siglos desayunando como dioses y almorzando como héroes.
Vamos que nos vamos: que el brunch no mate la torta de sartén
Defiendo la coexistencia pacífica: que haya brunch para los domingos perezosos y que haya almuerzos de pueblo para los días en que necesitamos recordar quiénes somos. Que podamos pedir huevos benedictinos sin sentir culpa, pero también reivindicar que un huevo con panceta, callos o magras tiene la dignidad de la tradición.
Porque el día que dejemos de valorar esas recetas, no solo perderemos sabores: perderemos historias, olores, texturas y hasta conversaciones de bar. Y, sinceramente, ningún açai bowl podrá salvarnos de eso.
Así que, la próxima vez que alguien me ofrezca un brunch, diré que sí. Pero luego me iré al pueblo a por mi torta de sartén. Porque la modernidad se disfruta, pero la memoria se saborea.