En redes sociales ya no se puede entrar. Octubre avanza y la pantalla de mi movil se ha llenado de pasteles de calabaza, dedos de bruja, galletas fantasmales y pan de muertos. Y no lo niego, muy “cuquis” todos. Pero mientras los anglosajones se pelean por ver quién tiene el “pumpkin pie” más esponjoso, yo busco un panellet y solo encuentro puré naranja. Ni rastro de un hueso de santo. Ni un buñuelo huérfano. Las castañas, escondidas como si fueran contrabando.
Y no me malinterpreten: me encanta que celebremos Halloween. Que nos disfracemos, que encendamos calabazas y que los niños pidan chuches puerta por puerta. Pero, por favor, ¿tan difícil es mantener una bandeja de pestiños al lado del puré de calabaza? ¿No caben unos humildes florones entre tanta galleta decorada con glaseado negro?
Hemos importado la calabaza como si fuera el nuevo oro naranja, y nos hemos olvidado de que aquí, desde hace siglos, el otoño sabía a anís, a castaña, a azúcar glas y a buñuelos rellenos de viento, crema o chocolate. Ahora los escaparates son un desfile de fantasmas de fondant y cupcakes de cementerio, pero las pastelerías de toda la vida, las de verdad, miran cómo su mostrador de Todos los Santos se queda más solo que un nicho sin flores.
Y eso, amigas y amigos, no es globalización: es desmemoria con glaseado importado.
No tengo nada contra la calabaza. Pobre, ella no tiene la culpa de que la hayamos convertido en embajadora de la estética otoñal. Pero el problema es que la hemos puesto en todas partes: en las cremas, en los bizcochos, en el café, en los memes y hasta en las velas aromáticas. Parece que si no hay calabaza, no es octubre. Y mientras tanto, nuestros dulces típicos se quedan en casa esperando que alguien se acuerde de ellos.
¿Dónde quedaron los panellets, con su paciente bolita de piñones? ¿Los huesos de santo, con ese aire de convento y esa elegancia un poco macabra que precisamente pega tanto en estas fechas? ¿Y los buñuelos, esos globos de felicidad frita que no necesitan filtros ni hashtags? Todo eso era el otoño. Eso y el olor a castañas en la calle, las manos pegajosas por la miel de los pestiños y el “come, que es tiempo de buñuelos”.
Ahora, en cambio, parece que lo típico es el pumpkin spice latte, que ni es café ni es especia ni tiene mucho de vida real. Lo bebes y parece que te estás tomando una colonia. Pero ahí estamos, todos con nuestras tazas naranjas, como si así participáramos en una liturgia moderna que ha sustituido el alma por espuma de leche vegetal.
Lo curioso es que no hemos adoptado Halloween, lo hemos digerido y lo hemos redecorado, como hacemos siempre. Lo españolizamos todo: el Black Friday acaba con la abuela comprando una sartén en el Supermercado X, y Halloween termina con gente disfrazada de vampiro comiendo croquetas. Pero lo de los dulces, eso sí que lo hemos rendido sin pelear. Ni un intento de resistencia con un buñuelo infiltrado entre las galletas de calavera.
Y eso que nuestros postres no tienen nada que envidiar. Son imperfectos, sí, pero honestos. No hay postureo posible con un hueso de santo. No se pueden alinear en una caja de colores pastel ni necesitan una luz cálida para salir bien en la foto. Son dulces que saben a lo que son: tradición, familia, tardes de cocina, dedos pegajosos, la olla en el fuego y la abuela vigilando que no se queme el aceite.
Tal vez ese sea el problema: no son “instagrameables”. No tienen el glamour del “pumpkin pie” ni el exotismo del “pan de muertos”. Son demasiado nuestros, demasiado reales. Pero justo por eso deberíamos defenderlos. Porque mientras sigamos glaseando calabazas, alguien tiene que recordar que el 1 de noviembre también huele a buñuelo.
Yo lo tengo claro: este año pienso hacer mi altar gastronómico patriótico. Pondré una bandeja con panellets, buñuelos, huesos de santo y, por si acaso, unas castañas asadas. Si alguien me pregunta si celebro Halloween o Todos los Santos, diré que celebro tener postre. Porque si algo nos une en este país, más allá de ideologías y fantasmas, de toda índole y condición, es el amor por el dulce bien hecho.
Así que celebremos lo que queramos, pero sin dejar en el olvido lo que nos pertenece. Que la globalización no nos quite el azúcar glas. Y que cuando brindemos por los vivos y recordemos a los que ya no están, lo hagamos con un buñuelo en la mano y la boca llena.
Porque Halloween pasará, pero un buen hueso de santo, eso sí, es eterno.