Voy a confesarlo de entrada: me gusta el café. No me refiero a ese brebaje requemado que servían en los bares de polígono entre el Donuts y el brandy Veterano. Hablo de un buen café, con cuerpo, con carácter, con esa potencia que te reanima mejor que una charla de Mr. Wonderful. Pero últimamente pedir un café se ha convertido en una experiencia más estresante que renovar el pasaporte.
Porque ahora ya no puedes entrar a cualquier cafetería y pedir un simple ‘café solo’ o ‘un cortado’. No. Ahora te miran como si acabaras de orinarte en el felpudo de su identidad de marca. Ahora tienes que decir si lo quieres de Guatemala o de Etiopía, de proceso lavado, honey o natural, de tostado claro, medio o místico, filtrado por chemex, V60, aeropress, unicornio o lágrimas de hipster.
Y sí, hablo de los cafés de especialidad. Esa maravillosa idea que consistía, en principio, en recuperar el respeto por el café, por los orígenes, por las personas que lo cultivan, y por el proceso entero desde la finca hasta la taza. Una revolución necesaria, si me apuras. Pero que, como toda buena idea en este siglo, ha sido secuestrada, torturada y forzada a vestir pantalones pitillo, gorrito de pescador y bigote encerado.
Porque lo de ahora no es café. Es una ‘performance’.
Entras en una de estas cafeterías y el ambiente ya te advierte: madera reciclada, plantas colgantes, una lámpara que parece robada de un estudio de arquitectura nórdico y una vitrina con croissants veganos o NY rolls que cuestan más que un kilo de solomillo. No hay camareros. Hay ‘baristas’. Que no es lo mismo. El camarero te sirve el café. El barista te lo interpreta.
Te suelta el sermón: que si este café viene de una pequeña finca familiar en Chiapas donde las cabras cantan canciones tradicionales mientras se recolectan los granos, que si ha sido fermentado con levaduras indígenas y tostado al ritmo de Radiohead. Y mientras tú intentas entender qué demonios es un ‘retrogusto floral con notas de bergamota y mango verde’ en el café, el barista te mira como si fueras un ignorante por no saber a qué temperatura exacta debe servirse un café de Kenia AA Plus que ha sido extraído en V60 invertido con agitación lenta.
Yo solo quería un puñetero café. Bueno. Pero un simple café.
Pero claro, ahora el café tiene que tener storytelling. Ya no puedes decir ‘está bueno’ o ‘me lo tomo con leche’. Eso es herejía. Ahora tienes que decir que ‘explora bien el perfil del origen’, que ‘tiene buena acidez málica’, o que ‘el tueste respeta la complejidad de la variedad’. Si dices ‘este café está potente’, te excomulgan de la comunidad y te mandan directo al Starbucks más cercano como castigo (porque sí, ir a esta franquicia es EL CASTIGO si te gusta el café) .
Y hablemos del precio, claro. Porque si vas a pagar 4,80 € por un café de 150 ml que te sirven en un vaso de laboratorio (porque una taza ya no es suficiente), al menos que te den las gracias y te inviten a quedarte con el filtro de recuerdo. Pero no: lo pagan sin rechistar, porque ahora el café es un símbolo de estatus. Como el iPhone, las bicicletas fixie o los perros con nombre de planta.
Hay un punto en el que esto ha dejado de ser café y ha empezado a ser una religión con secta incluida. Tienen sus dogmas, sus herejes, sus liturgias y hasta sus templos. Y por supuesto, una jerarquía basada en cuántos ‘origin trips’ has hecho al altiplano andino y cuántas veces al día dices ‘terroir’ sin atragantarte con tu propia autocomplacencia.
Y no me malinterpretes. Me alegra que se dignifique al productor, que se apueste por el comercio justo y que se reconozca la complejidad del café como bebida. Pero se nos ha ido de las manos. Lo que era una reivindicación de calidad se ha convertido en una oda al elitismo tostado. Si no entiendes la rueda de aromas del café, si no distingues entre Caturra y Gesha, o si usas azúcar, directamente te quieren fuera de su templo sagrado. Te toleran, pero con condescendencia. Como quien deja entrar a su ex a una boda por compromiso.
Y lo más gracioso de todo: a muchos de los que predican esta ortodoxia cafeteril… ¡ni siquiera les gusta el café! Lo beben por la foto, por el branding, por el logo minimalista, porque la taza es de cerámica japonesa y queda bien en Instagram. Luego lo dejan a medio beber mientras abren el portátil para escribir su newsletter sobre ‘cómo monetizar tu pasión sin monetizarte a ti mismo’.
Yo, mientras tanto, echo de menos entrar a un bar, pedir un café, que te lo sirvan rápido, caliente, sin mucha monserga, y que te cueste lo que cuesta un café, no lo mismo que un pincho de tortilla con vermú. Que no me hagan sentir que necesito un máster para disfrutar de una bebida que llevo tomando desde que tengo uso de razón (si algún milenial me está leyendo, sí, antes se bebía café desde que eras crío).
Y sí, ya sé que hay cafeterías de especialidad que lo hacen bien. Que no son todas iguales. Que hay baristas que aman lo que hacen, que te lo explican con pasión pero sin pretensión. Pero, lamentablemente, no son las que mandan en el relato. En el relato manda el influencer de barba acariciada que solo bebe café filtrado porque el espresso ‘sobresatura su paladar’.
Me pregunto cuánto tardarán en vender cápsulas de café de especialidad ‘para neófitos’, en tiendas tipo Apple Store. ‘Esta cápsula contiene un blend experimental de microproductores que practican permacultura espiritual. ¿Quieres añadir el ritual del cuenco tibetano por 2 € más?’
En fin. A este paso, volveré al torrefacto. Por rebeldía. O por nostalgia. Porque de algo hay que morir. Porque prefiero un café imperfecto y honesto a una taza de agua tibia con pretensiones de cata de vinos. Y si eso me convierte en una bárbara, que así sea. Yo lo prefiero así. Oscuro, amargo, directo.
Como la vida.