Opinólogos de barra virtual: ¡suéltame el brazo, pesado!

Harta de esa nueva especie humana que ha colonizado las redes sociales con más ímpetu que los conejos en Australia: los opinadores profesionales

patri sola
Gastrónoma y bromatóloga
25 de Septiembre de 2025
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Los opinólogos de barra virtual
Los opinólogos de barra virtual

No sé ustedes, pero yo ya estoy harta. Harta de esa nueva especie humana que ha colonizado las redes sociales con más ímpetu que los conejos en Australia: los opinadores profesionales. Esa gente que no ha pisado un restaurante en cuestión, pero se sienten con la autoridad moral de juzgar el menú, las raciones, el precio y hasta la sonrisa del camarero. Vamos, que ni el mismísimo Michelin podría competir con su “sabiduría” adquirida en el bar de la esquina o en la fila del supermercado.

Yo, que me dedico a subir a mis redes fotos y comentarios sobre restaurantes, vinos y productos alimentarios (si está usted aburrido, puede buscarme como @revoluciongastronomica), me encuentro con ellos día sí y día también. Es automático: publico un menú degustación de veinte pases, y aparece el “Horse Luis” de turno (siempre hay un Horse Luis en todas las redes) con su comentario de manual: “Pues las raciones son pequeñas, ¿no? Yo con eso me quedo con hambre”.

A ver, amorch, ¿de verdad no te has enterado de que son veinte platos? Veinte. Si cada uno fuera del tamaño de la olla de cocido que tú ansías, acabaríamos todos en urgencias, con la Seguridad Social colapsada y la enfermera poniéndonos suero mientras lloramos por haber comido demasiado foie. Que no es tan complicado: un pase pequeño, elegante, delicado. No un cocido maragato servido en palangana. Pero claro, explicarle esto a alguien que mide el valor de la comida con la misma vara que mide la gasolina —cantidad por euro— es pedirle peras al olmo.

Y lo de los precios, ni les cuento. Hay una obsesión casi enfermiza con el “muy caro, un timo, vaya atraco”. Gente que no distingue entre un menú degustación de alta cocina y el combo del día en el Burger King, pero ahí están, dispuestos a dictar sentencia como si fueran el Tribunal Supremo de TripAdvisor. Lo que no entienden —o no quieren entender— es que detrás de cada plato hay algo más que un ingrediente. Hay un trabajo titánico: horas de cocina, investigación, creatividad, un equipo entero afinando detalles, materias primas de calidad que no salen del lineal de oferta del súper. Y no hablemos de alquileres, seguros sociales y el infierno burocrático que es tener un negocio en este país. Pero claro, todo eso no se ve en la foto de Instagram, y como no se ve, no existe.

Yo, que tengo por costumbre no subir sitios que me hayan defraudado —ni por precio, ni por calidad, ni por cantidad—, puedo asegurar que si publico un restaurante, es porque me parece que vale lo que cuesta. Lo repito: vale lo que cuesta. Eso no significa que sea barato. Tampoco significa que esté al alcance de todo el mundo todos los días. Significa que si pagas, lo que recibes compensa. Punto.

Ahora bien, si lo tuyo es no querer pagar más de veinte euros, pues fenomenal. Existen locales maravillosos, dignísimos, en los que se come de lujo por ese dinero. Yo también los recomiendo. Pero si incluso eso te parece un robo, entonces haznos a todos un favor: vete al McDonald’s, cómprate tu Big Mac, tus patatas congeladas, y déjame en paz. Suéltame el brazo, pesado.

Lo que más gracia me hace es la pose justiciera de estos opinadores. Hablan como si fueran Robin Hood gastronómicos, defensores de “la gente humilde” frente a los cocineros villanos que conspiran para dejarnos sin nómina a golpe de tartar y espuma de mandarina. Hombre, por favor. Que un menú degustación de 80 euros no es obligatorio. Nadie te está secuestrando para meterte en un estrella Michelin. Si no quieres, no vayas. Y si vas, entiende a qué vas. Lo que no puedes es exigirle al chef que te sirva un arroz con bogavante para veinte y encima te lo deje a precio de menú del día.

Y ojo, que aquí no hablamos solo de restaurantes de lujo. Hasta en las tabernas más honestas aparecen estos cruzados del “me parece caro”. Te ponen una tapa de jamón ibérico de bellota por cinco euros y sale el iluminado: “Pues en el Carrefour la paletilla me costó menos”. Claro, campeón. También puedes comprarte una camiseta en el mercadillo por tres euros, pero no pretendas que te vista como Armani. Cada cosa tiene su sitio, su contexto y, sí, su precio.

El fenómeno se agrava con las redes sociales, que han dado a cualquiera la ilusión de que su opinión es ciencia infusa. Antes, como mucho, el pesado se quejaba en la sobremesa del domingo o en la barra del bar. Ahora, con un par de clics, Horse Luis se convierte en crítico gastronómico internacional, con un hilo en X (antes Twitter) o un vídeo en TikTok donde despotrica del restaurante en el que, curiosamente, nunca ha estado. Porque sí, no falta quien opina de sitios que no ha pisado. “He oído que tal sitio es un timo”. ¿Has oído? Pues cómprate un sonotone y déjanos a los demás comer en paz.

Mire, yo no digo que no se pueda criticar. Por supuesto que sí. Todos hemos tenido malas experiencias. Platos fríos, camareros antipáticos, cuentas que no cuadran. Pero una cosa es la crítica honesta y otra el deporte nacional de quejarse por defecto. Porque parece que a muchos no les interesa valorar la experiencia, sino la oportunidad de sentirse superiores. “Yo no pago por tonterías”. Perfecto, sigue sin pagar, pero no vengas a amargarle la vida a los que sí queremos pagar por algo especial.

La comida no es solo combustible. También es cultura, creatividad, disfrute. Un plato puede ser un viaje, una historia, una obra de arte efímera. Y eso tiene un precio, como todo lo que implica talento y dedicación. Lo que no tiene precio —aunque desgraciadamente nos cuesta soportarlo— es la cantinela eterna del opinador de sofá. Ese que, si lo dejaran, acabaría exigiendo que los museos fueran gratis porque “los cuadros los pintaron hace siglos y ya están amortizados”.

Yo seguiré publicando restaurantes, vinos y productos. Seguiré celebrando a quienes arriesgan, innovan y trabajan horas infinitas para ofrecernos algo memorable. Y, sí, también seguiré ignorando a los opinadores de manual que nunca han salido de su zona de confort culinaria pero se sienten expertos en economía, gastronomía y logística hostelera. Porque al final, queridos opinadores, la vida es demasiado corta para perderla escuchando quejas de gente que jamás ha probado lo que critica.

Así que, la próxima vez que suba un post y te entren ganas de comentar “eso es muy caro” o “con esa ración me quedo con hambre”, respira hondo, cuenta hasta diez… y vete a por tu menú del día. Con postre, café y chupito (y por supuesto, quéjate si no te lo regalan). Lo disfrutas, lo aplaudo y todos tan amigos. Pero en mis redes, en serio, suéltame el brazo, pesado.

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