La pesadilla de los comedores escolares

El coste real no es la lenteja ni el filete de pollo, el coste real es criar generaciones de chavales que odian la verdura

patri sola
Gastrónoma y bromatóloga
16 de Septiembre de 2025
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Los comedores escolares, una pesadilla
Los comedores escolares, una pesadilla

Lo confieso: cada vez que llega septiembre me invade un sudor frío, un tembleque casi pavloviano que me devuelve al pasado. Y no, no es nostalgia. Es puro terror. Terror a esas bandejas metálicas, a ese arroz caldoso de color indescriptible, a esa sopa con más grasa flotando que el chapapote del Prestige. Hablo, cómo no, de los comedores escolares. Esa especie de Guantánamo gastronómico donde cada mediodía se condena a miles de criaturas inocentes de nuestra comunidad autónoma.

Y no me lo estoy inventando. Yo sobreviví a aquello en el siglo pasado —así, sin exagerar— y todavía no he superado el trauma. No eran muchos días, mis padres solo me dejaban en el comedor en contadas ocasiones. Pero bastaron unas pocas bandejas de “menú equilibrado” para que quedara marcado de por vida. ¿Tanto cuesta dar de comer bien a los niños? No, no cuesta. Lo que cuesta es hacer caja mientras se finge que se alimenta a la infancia. Y ahí está la madre del cordero.

El chollo de los comedores

Resulta que los comedores escolares, si se gestionan con un mínimo de decencia, pueden ser rentables. Pero claro, hay que dejar que lo sean. Y aquí entra en juego nuestro maravilloso sistema de concursos públicos. En los colegios privados, con sus cuotas a doblón, las criaturas comen medianamente bien: menús frescos, equilibrados, incluso ecológicos. Hasta parece que allí los garbanzos tienen pedigrí y la merluza ha pasado antes por un spa de algas.

Pero llegamos a la escuela pública y el cuento cambia. ¿Cómo puede ser que la alimentación de nuestros hijos se decida en un concurso donde se lleva el contrato el que da el menú más barato? ¿Qué esperamos, caviar de esturión? No, lo que obtenemos es pasta con salsa MALA de tomate de bote, pescado rebozado más industrial que la extinta OPEL y frutas que parecen sacadas de una nevera nuclear. Y eso con suerte.

El año pasado ya vimos cómo una empresa de catering se pegó el batacazo por presentar una oferta tan baja que terminó en quiebra. Lo que pasa cuando subastas la comida de los niños como si fueran chollos de Wallapop. Señores políticos, un recordatorio: no estamos hablando de comprar bolardos para las aceras, estamos hablando de la alimentación de seres humanos en crecimiento.

Cárceles gourmet, colegios de guerra

Estoy convencido de que en más de una cárcel española se come mejor que en un comedor escolar público. Y no lo digo por decir. A los presos se les asegura una dieta equilibrada, variada y hasta con fruta fresca diaria. Mientras tanto, a nuestros hijos les cae una especie de puré universal que ni el mejor CSI sería capaz de identificar.

El problema es que esto no solo llena estómagos con desidia, también moldea el paladar. Muchos niños llegan a casa con un hambre voraz y se comerían a la familia por los pies. Otros directamente desarrollan manías alimenticias. Esa famosa “neofobia” que suena tan científica, pero que en la práctica significa: “no pruebo nada nuevo porque me da asco”. Y claro, ¿cómo no? Si el primer contacto con una acelga fue un engrudo acuoso que ni Carpanta se hubiera tragado, ¿qué esperamos?

Haced la prueba: preguntad a un grupo de niños si les gustan las acelgas. La reacción será unánime, un coro digno de ópera bufa: “¡Qué asco!”. Y no, no es que odien las acelgas, es que nunca han probado unas buenas, con su sofritico, su jamoncico, su toque de gracia. Pero claro, para eso habría que gastar algo más que cuatro céntimos en la compra y la optimización de procesos industriales, se iría al guano.

Empresas de catering: el milagro de los panes, pero sin peces

Aquí entra en escena la otra pata del drama: las empresas de catering. Competidoras en esta particular “subasta inversa” de miseria, ajustan costes hasta niveles de circo. La misión: sacar margen de donde no lo hay. ¿El resultado? Comida recalentada, materias primas de ínfima calidad, menús copiados de un recetario soviético de 1972.

Porque claro, para dar lentejas con chorizo de verdad, hace falta lenteja y hace falta chorizo. Y eso cuesta dinero. Pero para dar una cosa marrón con tropezones rojos que llaman “lentejas estofadas”… basta con una mezcla industrial, agua caliente y un poco de fe. Eso sí, todo perfectamente justificado en una memoria técnica llena de palabros: “sostenibilidad”, “menú saludable”, “adaptación nutricional”. Un festival de eufemismos para disfrazar la triste realidad: el niño come mal, muy mal.

Políticos: el menú del día es la incoherencia

Pero no vayamos a pensar que las empresas de catering son las únicas culpables. La otra parte de este menú indigesto la sirven los políticos. Los mismos que son capaces de gastarse millonadas en abrir y cerrar la misma carretera tres veces en un año: primero para meter una tubería, luego para pasar una línea de teléfono y finalmente para enterrar la tubería de gas. Eso sí, cuando toca invertir en comida para niños, se ajusta el presupuesto como si fueran caramelos de feria.

La incoherencia es de campeonato. Nos venden discursos sobre la importancia de la alimentación saludable, la dieta mediterránea, los hábitos sanos desde la infancia. Y luego subastan los menús escolares al mejor postor, como si fueran trastos en un mercadillo de domingo. Conclusión: niños que odian la verdura, que identifican “pescado” con un bloque de harina frita y que confunden la fruta con un plátano verde que lleva tres semanas viajando en un camión.

Vamos con el poste: bandejas de futuro

En resumen, lo de los comedores escolares es un escándalo del que no se habla lo suficiente. Porque claro, los que lo sufren son los niños, que no tienen tribuna en el parlamento ni columna en los periódicos. Pero yo, que aún arrastro el trauma de aquellas bandejas metálicas, me permito gritarlo alto: dar de comer bien no es un lujo, es una obligación. Un DERECHO CONSTITUCIONAL.

Y a quien le parezca caro, que se lo piense dos veces. Porque el coste real no es la lenteja ni el filete de pollo, el coste real es criar generaciones de chavales que odian la verdura, que no saben lo que es un plato bien cocinado y que terminarán pensando que comer es un trámite, no un placer.

Mientras tanto, las empresas de catering seguirán haciendo números de circo y los políticos seguirán inaugurando carreteras que se volverán a levantar en seis meses. Y nuestros niños seguirán mirando su bandeja de comedor como yo miro esos recuerdos: con asco, resignación y una ligera sensación de estar cumpliendo condena.

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