A ver, que me subo a la tarima —y si hace falta a la mesa camilla— porque lo que llevo dentro ya pide salir a voces. Estoy hasta el moño pelirrojo, pero hasta arriba del todo.
¿Y por qué? Por culpa de los influs que, un año más, vuelven a grabarse probando “los turrones más raros que han encontrado” mientras mascan con la boca abierta, escupiendo almendra imaginaria y bits de engagement al mismo tiempo. Que si “turrón de patatas fritas”, que si “turrón de Happy Hippo”, que si “el turrón de Dabiz Muñoz” y -redoble- el más emocionante de todos: “el turrón de chocolate”. Toma castaña pilonga.
Mira, no sé si será la edad, el hartazgo crónico o que mi paciencia tiene la elasticidad de un palillo mondadientes, pero cada vez que escucho la palabra turrón seguida de un “DE”, me entran unos sudorcicos fríos que parecen el preludio de una aparición mariana. Noto a mi Increíble Hulk interior dando codazos por salir, diciendo: “¡Ababol sal y di algo!”. Y a veces pienso: igual un día sale. Igual un día termino metida en un vídeo viral titulado “Veterinaria maña arrasa con línea de turrones innovadores en supermercado”. Y oye, no sería mi peor momento.
Pero vayamos por partes, como quien separa las almendras buenas de las que han quedado pochas. ¿Por qué me pongo así? Porque eso NO ES TURRÓN, leñe.
Y no lo digo yo porque me haya levantado hoy con ganas de montar una trifulca; lo dice la Reglamentación Técnico-Sanitaria española, que es más clara que el agua que cae del Moncayo después del deshielo.
Lo que la ley llama turrón (y lo que no)
El turrón, para ser turrón, ha de llevar —agárrate que vienen curvas—:
- Almendras.
- Miel.
- Azúcares (sí, plurales).
- Y dependiendo del tipo, puede llevar clara de huevo, oblea, y otras menudencias reguladas.
Pero la base, el alma, la esencia, el tuétano del turrón, es la mezcla de almendra + miel. Sin eso, no es turrón, ni medio turrón, ni turruncillo. Es otra cosa. Un invento. Un dulce. Un conglomerado golosinoso. Un praliné… Pero no turrón.
De hecho, la ley —esa señora tan seria que a veces parece que lleva moño bajo y gafas de pasta rollo Rottenmeier— lo deja clarísimo. Y para evitar que la industria derrape demasiado, crea categorías. Una de ellas, oh sorpresa divina, es "Otros turrones". Y mira que ya suena raro: “otros”, pero puestos a catalogar esos inventos, este sería un buen cajón.
Y aun así, muchos de estos inventos que los influs devoran en directo ni siquiera encajan ahí. Porque ni tienen almendra, ni miel, ni estructura, ni nada que se le parezca. Llevarán aceite de palma, lactosa, cacao, aroma a unicornio disfrazado de patata frita… lo que tú quieras, pero NO llevan lo que deben llevar para llamarse turrón. Así que cada vez que dicen turrón “DE”…, yo oigo un clonc en mi cráneo, como cuando golpeas una carrasca seca.
Influencers metidos a catadores
A ver, que yo no tengo nada en contra de los muchachos/as. Que hagan lo que quieran: que prueben, que se rían, que pongan cara de sorpresa y digan “buah chaval, esto está loco, bro”. Pero, por favor, que no lo llamen turrón mientras enseñan la papilla al público.
Me da la sensación de que ahora cualquier tableta prensada que se puede partir en trozos se bautiza como turrón. Dame plástico termoestable y te saco el “turrón DE carcasa de tostadora”. Total, lo importante es que “DE” vaya detrás para sonar exótico.
Y lo peor: la gente lo compra. Y encima lo defienden:
—Oye Patricia, ¿pero a ti qué más te da?
Pues que soy humana, chica. Y aragonesa. Y hay cosas que una no puede ver sin que le dé la risa floja y la indignación concentrada.
Lo que falla (spoiler: no es la industria engañando a nadie)
Y aquí viene el plot twist que alguno no espera porque está demasiado ocupado pensando que la industria nos manipula con su varita de azúcar.
Pues no, Mari Carmen. La industria no engaña a nadie. Nunca hemos tenido tanto acceso como ahora a la información, a las etiquetas, a los análisis, a las bases de datos públicas, al BOE colgado en internet, a las apps que te dicen si lo que te estás comiendo es comida o un experimento espacial.
El problema lo tienen:
1. Las empresas, que etiquetan regular y se suben a la moda del palabro “turrón” para rascar ventas navideñas.
2. El Estado, que tiene una normativa y la vigila con la energía de un gato al sol según le da.
3. La OCU, que para unas cosas es pura lupa Sherlock Holmes y para estas… pues oye, se ve que no toca.
4. Los consumidores, que se lo zampan sin mirar y luego se sorprenden porque resulta que el “turrón DE patatas fritas” tiene exactamente cero almendra y cero miel. Im-pre-si-o-nan-te.
No es que nos engañen: es que no nos molestamos ni en darle la vuelta a la caja. Que una entiende que en plena vorágine navideña cuesta leer, pero hija, es que en la etiqueta pone lo que hay. Si lleva un 0,7% de almendra, igual lo de llamarlo turrón es un poco fantasía futurista.
¿Y qué es entonces todo esto?
Pues muy sencillo. Dulces prensados. Chocolates aromatizados. Snacks navideños disfrazados. Cosas que seguramente están ricas —no digo que no—, pero que NO son turrones, ni aunque les pongan banda sonora de villancico y un Papá Noël tripudo y bonachón en el envoltorio.
Y como mucho, con pinzas —pinzas de depilar, finas, afiladas—, podrían entrar en la categoría legal de “Otros turrones”, como hemos dicho anteriormente. Esa especie de cajón donde cabe todo lo que no tiene un nombre claro pero tiene intención navideña. Un saco de galas donde todo es turrón y nada es turrón al mismo tiempo, como un gato de Schrödinger pero con azúcar.
Resumiendo que me embalo…
Estoy cansada, sí. Porque las palabras importan. Los alimentos importan. Y las tradiciones, cuando se las vacía, quedan como un belén sin figuras: un “descampao”.
Así que, por favor, llamemos a cada cosa por su nombre. Si es chocolate aromatizado, pues chocolate aromatizado. Si es barrita dulzona de patata frita, pues barrita dulzona. Y si es turrón —del de verdad, con almendra y miel— entonces sí, decimos turrón y lo gritamos si hace falta.
Porque turrón, lo que se dice turrón… no es cualquier cosa, rediós.